Traficantes de sueños

Ana Rossetti


Antes de los reclamos nadie sabía dónde estaba. Habían oído su nombre como el de esas ciudades de las viejas historias. Quizás no existiera.

Hasta que, secretamente, sin que nadie hasta entonces se hubiera podido dar cuenta, llegaron de allá seres extraordinarios. Ropas distintas, relojes y cadenas de oro buenos, zapatos flexibles como cáscaras, pañuelos de colores demasiado hermosos que huelen como flores nocturnas y se aprietan en el puño de un niño.

De repente, estaban por doquier.

Como por descuido, las abultadas carteras abrían sus fuelles. Billetes arrugados o flamantes. Billetes grandes y blandos, suaves hojas sobre los mostradores de las tabernas, en las cajas de las apuestas o en los bolsillos del timador. Billetes que no se acaban jamás.

Alegre lluvia de billetes, trasiego de billetes, papeles que significan inagotables tesoros.

Y entonces el padre entregó a la hija y enrolló la ganancia en su pantalón raído.

Y entonces la madre entregó a la hija a cambio de una hipotética máquina de coser.

Y entonces la hija, con la bendición del padre y de la madre, se fue con otras hijas a la fabulosa y desconocida ciudad de las viejas historias.

Y la aldea se quedó sin hijas.

Nunca más se supo de ellas.

Las lágrimas que la hija y que las otras hijas derramaron por el camino se secaron.

Y ya nunca pudieron volver.